lunes, 26 de octubre de 2015

"DE NUEVO, VOLVIMOS A ENCONTRARLA"


De nuevo, volvimos a encontrarla.
Compraba unas flores amarillas.
La imagen se volvió a fugar, un carro tirado por caballos, se la llevó consigo.
Cuando, otra vez, miramos, no quedaba ni rastro del vestido azul, ni de la sombrilla azul, ni de la larga melena morena.
Sus cabellos se reflejaban, producían destellos como si acabara de salir del mar para brillar.
Solo para brillar.
¡Qué más decirte, compañero!. Nosotros estábamos más que perdidos, aquella era una ciudad insoportable, por el día hacía un calor de perros y con la caída de la tarde llegaban las sombras, la niebla, del puerto subía esa maldita humedad que enfriaba los pulmones.
No podíamos aguantar, el rastro era confuso, las pistas, falsas... a través de los cristales empañados de la taberna verde, creíamos ver el terciopelo de su vestido, entrábamos y no encontrábamos más que una silla derribada en el suelo y una copita enturbiada por una mancha carmín en su filo, bajo el estrépito de aquellos marineros, riéndose, sólo  ojos hinchados y muelas cariadas, brindando, agarrados los unos a los otros, bullicio tal que nos hacía alejarnos con la cabeza aún más gacha.
Desesperados ya y con el billete comprado para volver, en la mano, la vimos.
Fue algo inesperado. Era tan claro verla como este papel blanco en el que escribo.
Nos miraba desde una mansión gris. Ella estaba en el piso superior, tras unos amplios ventanales blancos, sorbiendo el interior de una tacita blanca.  Ya no vestía las telas azules, sino rojas como la sangre.

            ¡Ella!, grité.
            ¡Es ella!, ¡es ella!, repetí.
            Tranquilo, me instó mi compañero, agarrando la parte superior de mi brazo.
            ¿Pero no te das cuenta?, continué, ¡la tenemos delante!, ¡nos está mirando!

Deshice la presión que ejercían sus dedos.
Corrí hacia la casa (el sombrero se voló y cayó sobre los charcos que dejó la lluvia).
Ella desapareció tras unas cortinas amarillas.
Estrellé el llamador de metal sobre una puerta blanca.
Una mujer negra me abrió (con una especie de delantal muy blanco).

            ¿Qué quiere?, preguntó.
            Eh, sí, quiero ver a su señora, logré pronunciar.
            No, lo siento, la señora no está. Si quiere, puede dejarme algún mensaje.
            Pero es que... ¡no lo comprende!, ¡esto tiene mucha urgencia!.
            Ya, pero es que mi señora no está.

Empujé la puerta blanca y a la mujer negra con ella.

            ¡Usted!, gritó.

Miré las escaleras que había tras el vestíbulo rosa, eran larguísimas, cubiertas por una alfombra.
Subí los escalones, rápido, de dos en dos.
A mis espaldas, la mujer negra llamó con violencia a alguien.
Llegué al pasillo que seguían a las escaleras.
Todas las puertas se hallaban abiertas, excepto una.
A esa me dirigí.
Pensé que la puerta iba a estar cerrada con llave, pero me confundí, al girar el picaporte a su derecha, la estancia se abrió para mí.
Allí se encontraba ella. Sentada en un sillón. No miró hacia donde yo irrumpía. Su perfil rojo contrastaba con la pobreza gris del día, y también con los sobrevivientes dorados del algunos rayos de sol. Yo, continuaba paralizado.
Los cabellos lisos caían sobre su pecho, la nariz era respingona, la cabeza era grande... no sabía qué hacer. Seguía sin mirarme.
Un poco de claridad parecía que entraba tras los cristales. Junto a sus pies, un conjunto de tazas blancas humeaban. Y revoloteaban. Al contrario que mis pensamientos.
Desde el principio del pasillo, la criada negra me señaló y un hombre negro, muy alto, vino hacia mí, con un palo en lo alto, blandiéndolo.
Cuando el hombre llegó a mi altura, ella habló y por primera vez oí algo de sus labios.

            Tranquilo, dijo al hombre. No pasa nada, y añadió, puedes retirarte.

El criado me miró con ojos coléricos, como inyectados en sangre, para luego dejar caer el palo junto a su muslo y abrazar a la criada que todavía me señalaba (más bien, pasar su mano por la cadera).
No dijo nada.
Me senté enfrente de ella. Tenía una bonita figura.

            Esperaba este momento desde hacía mucho tiempo.

No decía nada, tampoco me miraba. Parecía que su pensamiento se dirigía a los cristales, a la ciudad que palpitaba tras ellos, al mar que rugía frente a los edificios.
Me eché a llorar. No lo pude impedir.

            ¡Tanto tiempo buscándola y ahora no me dice nada!

Era ella. Confiaba seguro en ello. Solo que callaba.
De repente, se levantó del sillón, con sus manos largas y blancas descorrió las cortinas amarillas.
Un fogonazo de luz alumbró la estancia.
Pasé la mano por mis ojos arrastrando las lágrimas que nunca debieron salir.
Me incorporé. Ella, con su traje de sangre y terciopelo miraba la ciudad, la lluvia gris y transparente, las gotas que caían, de nuevo, más allá, sobre el mar.
Ahora pude ver su cara y entonces comprendí. Aunque aparentaba muy pálida y sus labios se mostraban rosados, en sus ojos se veía todo el campo de otoño, los robles encanecer y las hierbas amarillear, las hojas marrones ahogadas en charcos que reflejaban el cielo azul.
Las espigas se alzaban y doblegaban al peso del viento, ¡clamaban miles de manos infantiles estiradas hacia mí!
Entonces lo comprendí, una lenta lágrima recorrió, poco a poco, toda mi cara, salió de entre las pestañas, las desbordó, se balanceó sobre los párpados para cruzar la mejilla.
Ella me miró. Giró la cabeza hacia mí y detuvo el avance de mi tristeza con la palma de su mano, y con sus dedos largos.
Quizá ahí estuviera todo, tras esos ventanales: ella contenía al mundo.
O quizá al revés.
Esa fue la única vez que la toqué (en realidad, ella me tocó), luego volvió a mirar por la ventana y yo, cerré la puerta, suavemente, tras de mí.


AGUSTÍN JIMÉNEZ PEÑAS







3 comentarios:

  1. "Me gustas cuando callas..." Esa presencia repentina y muda que imprime en nuestras vidas una huella más profunda cuanto más fugaz, porque deja un espacio infinito a la imaginación... En el relato ella no habla; no hace falta... Sus palabras suenan en la mente de quien las escucha, con mucha más claridad que si las escucharan los oídos... Un elogio al silencio, que ensordece los acordes estridentes "dans le port d, Amterdam" Puntos suspensivos...

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  2. Ya... Pero ¿detrás de ese "romántico" velo de silencio...? Yo me quedo con los marineros que ríen en el puerto, porque son reales, tangibles, VIVOS... ¿Y si, rompiendo su envoltura del silencio, sólo encuentras dentro de ella... más silencio...?

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  3. ¡No analices...! Porque así es la rosa...

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