De nuevo, volvimos a encontrarla.
Compraba unas flores amarillas.
La imagen se volvió a fugar, un
carro tirado por caballos, se la llevó consigo.
Cuando, otra vez, miramos, no
quedaba ni rastro del vestido azul, ni de la sombrilla azul, ni de la larga
melena morena.
Sus cabellos se reflejaban,
producían destellos como si acabara de salir del mar para brillar.
Solo para brillar.
¡Qué más decirte, compañero!.
Nosotros estábamos más que perdidos, aquella era una ciudad insoportable, por
el día hacía un calor de perros y con la caída de la tarde llegaban las
sombras, la niebla, del puerto subía esa maldita humedad que enfriaba los
pulmones.
No podíamos aguantar, el rastro
era confuso, las pistas, falsas... a través de los cristales empañados de la
taberna verde, creíamos ver el terciopelo de su vestido, entrábamos y no
encontrábamos más que una silla derribada en el suelo y una copita enturbiada
por una mancha carmín en su filo, bajo el estrépito de aquellos marineros,
riéndose, sólo ojos hinchados y muelas
cariadas, brindando, agarrados los unos a los otros, bullicio tal que nos hacía
alejarnos con la cabeza aún más gacha.
Desesperados ya y con el billete
comprado para volver, en la mano, la vimos.
Fue algo inesperado. Era tan
claro verla como este papel blanco en el que escribo.
Nos miraba desde una mansión
gris. Ella estaba en el piso superior, tras unos amplios ventanales blancos,
sorbiendo el interior de una tacita blanca.
Ya no vestía las telas azules, sino rojas como la sangre.
¡Ella!,
grité.
¡Es
ella!, ¡es ella!, repetí.
Tranquilo,
me instó mi compañero, agarrando la parte superior de mi brazo.
¿Pero
no te das cuenta?, continué, ¡la tenemos delante!, ¡nos está mirando!
Deshice la presión que ejercían
sus dedos.
Corrí hacia la casa (el sombrero
se voló y cayó sobre los charcos que dejó la lluvia).
Ella desapareció tras unas
cortinas amarillas.
Estrellé el llamador de metal
sobre una puerta blanca.
Una mujer negra me abrió (con una
especie de delantal muy blanco).
¿Qué
quiere?, preguntó.
Eh,
sí, quiero ver a su señora, logré pronunciar.
No,
lo siento, la señora no está. Si quiere, puede dejarme algún mensaje.
Pero
es que... ¡no lo comprende!, ¡esto tiene mucha urgencia!.
Ya,
pero es que mi señora no está.
Empujé la puerta blanca y a la
mujer negra con ella.
¡Usted!,
gritó.
Miré las escaleras que había tras
el vestíbulo rosa, eran larguísimas, cubiertas por una alfombra.
Subí los escalones, rápido, de
dos en dos.
A mis espaldas, la mujer negra
llamó con violencia a alguien.
Llegué al pasillo que seguían a
las escaleras.
Todas las puertas se hallaban abiertas,
excepto una.
A esa me dirigí.
Pensé que la puerta iba a estar
cerrada con llave, pero me confundí, al girar el picaporte a su derecha, la
estancia se abrió para mí.
Allí se encontraba ella. Sentada
en un sillón. No miró hacia donde yo irrumpía. Su perfil rojo contrastaba con
la pobreza gris del día, y también con los sobrevivientes dorados del algunos
rayos de sol. Yo, continuaba paralizado.
Los cabellos lisos caían sobre su
pecho, la nariz era respingona, la cabeza era grande... no sabía qué hacer. Seguía sin mirarme.
Un poco de claridad parecía que
entraba tras los cristales. Junto a sus pies, un conjunto de tazas blancas
humeaban. Y revoloteaban. Al contrario que mis pensamientos.
Desde el principio del pasillo,
la criada negra me señaló y un hombre negro, muy alto, vino hacia mí, con un
palo en lo alto, blandiéndolo.
Cuando el hombre llegó a mi
altura, ella habló y por primera vez oí algo de sus labios.
Tranquilo,
dijo al hombre. No pasa nada, y añadió, puedes retirarte.
El criado me miró con ojos
coléricos, como inyectados en sangre, para luego dejar caer el palo junto a su
muslo y abrazar a la criada que todavía me señalaba (más bien, pasar su mano
por la cadera).
No dijo nada.
Me senté enfrente de ella. Tenía
una bonita figura.
Esperaba
este momento desde hacía mucho tiempo.
No decía nada, tampoco me miraba.
Parecía que su pensamiento se dirigía a los cristales, a la ciudad que palpitaba
tras ellos, al mar que rugía frente a los edificios.
Me eché a llorar. No lo pude
impedir.
¡Tanto
tiempo buscándola y ahora no me dice nada!
Era ella. Confiaba seguro en ello.
Solo que callaba.
De repente, se levantó del
sillón, con sus manos largas y blancas descorrió las cortinas amarillas.
Un fogonazo de luz alumbró la
estancia.
Pasé la mano por mis ojos
arrastrando las lágrimas que nunca debieron salir.
Me incorporé. Ella, con su traje
de sangre y terciopelo miraba la ciudad, la lluvia gris y transparente, las
gotas que caían, de nuevo, más allá, sobre el mar.
Ahora pude ver su cara y entonces
comprendí. Aunque aparentaba muy pálida y sus labios se mostraban rosados, en
sus ojos se veía todo el campo de otoño, los robles encanecer y las hierbas
amarillear, las hojas marrones ahogadas en charcos que reflejaban el cielo
azul.
Las espigas se alzaban y
doblegaban al peso del viento, ¡clamaban miles de manos infantiles estiradas
hacia mí!
Entonces lo comprendí, una lenta
lágrima recorrió, poco a poco, toda mi cara, salió de entre las pestañas, las
desbordó, se balanceó sobre los párpados para cruzar la mejilla.
Ella me miró. Giró la cabeza
hacia mí y detuvo el avance de mi tristeza con la palma de su mano, y con sus
dedos largos.
Quizá ahí estuviera todo, tras
esos ventanales: ella contenía al mundo.
O quizá al revés.
Esa fue la única vez que la toqué
(en realidad, ella me tocó), luego volvió a mirar por la ventana y yo, cerré la
puerta, suavemente, tras de mí.