Cuando a uno le preguntan si es editor, resulta difícil contener un íntimo estremecimiento. En principio, el editor es, sin duda, el actor menos querido de todos los que se mueven en el universo del libro. Lo odia el autor por tratar de erigirse en juez y tener la osadía de señalar defectos en la excelsa perfección de su original. Lo odia el dueño de la editorial por el dinero que le cobra para hacer un trabajo que –sospecha– es prescindible. Lo odia el corrector porque nunca está conforme con la limpieza del texto y da órdenes como si fuera superior. Lo odian el diseñador y el diagramador por su quisquillosa manía de hacer exigencias para que el discurso visual se corresponda con el contenido del texto y el público al cual estará dirigido. Y finalmente lo odia el lector con el más fulminante y terrible de los odios: el olvido.
Cuando el libro está terminado y es un rotundo pedazo de realidad que se ofrece en un anaquel o en la pantalla de un artefacto electrónico, se suele aplaudir o repudiar el trabajo del autor, el ilustrador, el diseñador, el corrector, el diagramador, el impresor o el programador. Pero el editor se ha esfumado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario